viernes, 5 de marzo de 2010

LEE HAZLEWOOD - "LOVE AND OTHER CRIMES" (1968)

Del malditismo en el pop siempre se ha hablado con absoluta ligereza pero, ya puestos, la imagen estereotipada que yo tengo del asunto es la de un tipo en una habitación en tinieblas, vagamente iluminado por una tenue luz indirecta que, vestido elegante pero desaliñadamente y con barba de tres días, va armado de una copa de chivas mientras el humo de su cigarro le sume en una niebla interminable. Escupe lamentos de amor con voz profunda y entrecortada por un dolor que es incapaz ya de disimular.

Esa imagen estereotipada, amigos, puede convertirse en algo genuino cuando de quien hablamos del autor de este disco, y cobrar vida...

Barton Lee Hazlewood fue todas estas cosas: dj radiofónico (uno de los primeros iluminados que pinchó a Elvis), productor discográfico, responsable entre otras cosas del sonido "Twang" de Duane Eddy y maestro de un joven Phil Spector, que dio alguno de sus primeros pasos bajo su batuta. Compuso y produjo grandes éxitos para artistas de la talla de Nancy Sinatra ("These boots are made for walking"; "Some velvet mornig") o Sanford Clark ("The fool"), pero también compaginó esta labor con una carrera como cantante en solitario para la que reservaba sus canciones menos convencionales y más torturadas, sembradas de un sentido del humor socarrón y a vuelta de todo. Estaba dotado de una voz profunda y opaca que era capaz de transmitir perfectamente esa imagen de crooner vaquero de la que hacía gala e instrumentalmente sus trabajos formaban una masa oscura pero voluptuosa, algo así como un halo misterioso que se convertía en traje perfecto para sus lamentos.

Por supuesto, nunca tuvo éxito como cantante, pero sí que dejó algunos discos mayúsculos como el que nos ocupa. En él, se confiesa culpable "del amor y otros crímenes", concepto esclarecedor de la visión oscura del romance que sobrevuela este LP, que se mueve entre el country, género en el que Lee se encontraba más cómodo y del que fue gran innovador, el pop brillante de joyas como "She comes running" o "The house song", el blues decadente de "Rosacoke street" o el jazz resacoso de "She's funny that way", todas ellas cubiertas de un muro de sonido ampuloso y profundo como un tumor. Así el recurrente concepto del corazón roto adquiere aquí una dimensión que Lee sabe aprovechar a la perfección para componer un disco casi perfecto.

Todo un personaje que, aunque ya desaparecido, perdura en la memoria como uno de los grandes dandys del pop americano, dotado de un sentido del humor incisivo y una ironía pasada de vueltas (una frase suya que siempre me ha hecho gracia: "mi forma de tocar la guitarra hizo subir un 10% las ventas de pianos en EEUU"). Supo crear un sonido propio y su influencia es fácilmente rastreable en gente como Nick Cave, Thindersticks o Jarvis Cocker, aunque nadie ha sabido emular su tremenda presencia y entidad como intérprete, que quedan patentes en discos como éste, injustas víctimas del olvido pero merecedores de todas mis alabanzas.